Por Pedro
Taracena Gil
Es
una aberración el legalizar la intolerancia dentro de un texto legal que
convierte una ley en legítima pero injusta. La amenaza de los socialistas de
denunciar los acuerdos con la Santa Sede, llagan con demasiados años de
retraso.
Desde la conversión del emperador Constantino y
durante toda la Edad Media hasta el siglo XVII, ha venido imperando la
intolerancia en los temas relacionados con la religión, la moral y la
sexualidad. La idea absoluta de que Dios había creado el mundo de la nada y que
se había hecho hombre para salvar a la humanidad, era doctrina revelada que
contenía la verdad absoluta y cualquier desviación era reprimida. La fidelidad
al dogma había que protegerle como un valor absoluto e indiscutible. Se implantó
el imperio de la fides no el del logos. Es decir la fidelidad teológica,
ciencia que trata de Dios y de sus atributos y perfecciones, imperaba sobre
cualquier otro valor. Aunque más tarde la teodicea fundamentaría este conocimiento de Dios en principios de la
razón.
Como consecuencia lejos de
respetar las ideas, creencias o prácticas de los ciudadanos, cuando eran
diferentes o contraías a las del Estado, eran severamente reprimidas. No había
ningún reconocimiento político para quienes profesaban religiones distintas de
la admitida oficialmente. Tampoco existía derecho alguno reconocido por la ley,
para celebrar privadamente actos de culto que no amparara la religión del
Estado, el Imperio o el Papado. Todos los estudios incipientemente científicos,
eran pasados por el crisol de la teología. No pocos sabios fueron perseguidos y
masacrados por defender verdades evidentes pero contraías a la verdad
considerada como inmutable y fuente de toda perfección. La tolerancia se
consideraba un defecto, y como tal no se valoraba. No se podía tolerar la falta
de verdad. Las guerras religiosas, la caza de brujas y la Inquisición dan
prueba de esta intolerancia absoluta. El dogma
era la verdad y de este binomio se
inspiraba la inflexibilidad ante la tolerancia. No tolerar la herejía. En
términos del siglo XXI, tolerancia cero contra toda desviación dogmática. Sin
alejarse hasta el siglo XVII y recordando el nacionalcatolicismo de la
dictadura franquista, un religioso argumentaba el castigo impuesto a un alumno
por no cumplir el precepto dominical de, oír
misa todos los domingos y fiestas de guardar, con este argumento: Hay que hacer todo lo posible para evitar que se
cometa un pecado mortal. Y en este principio se basaba toda represión para
evitar la ocasión próxima de pecar, sobre
todo contra el sexto y nono mandamiento. Es decir la tolerancia cero contra la
libertad sexual y el amor libre. Desde que en el siglo XVII aparecen los
primeros signos de tolerancia, hubo de pasar mucho tiempo hasta que se
considerara como un valor interiorizado por la historia.
En España y en nuestros días
vivimos un perverso maridaje entre la Iglesia y el Estado, y una alianza
proscrita por la razón entre el trono,
cuyo monarca es de origen divino, y el altar
que dicta la doctrina a seguir por los políticos herederos del
nacionalcatolicismo del general Franco. El Gobierno está impregnando la
legislación de leyes que satisfacen la intolerancia de la recalcitrante
ideología católica: La nueva ley del aborto, escrita según los principios
religiosos. El derecho de la mujer a decidir, se transforma en pecado punible
por una ley hecha por el Parlamento bajo la aconfesionalidad
del Estado. Se ha suprimido la asignatura de la Educación para la ciudadanía, dejando a los escolares en manos de
la moral católica, creando un ciudadano asexuado. Educándoles para que el sexo
solo sirva para la procreación. A las barbaridades que ha declamado el ministro
Gallardón, es preciso agregar las perlas cultivadas del ministro de Interior,
contra el matrimonio gay argumentando que “no garantiza la pervivencia de a
especie”. Hay que echarse temblar cuando
una ley contaminada de principios religiosos llegue al Tribunal Constitucional. Contaminada, también, la
judicatura de prejuicios religiosos.
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