Por Pedro Taracena
Juan Carlos I
Ejerciendo mi derecho de expresar mis opiniones
libremente, yo critico al Rey en todo aquello que a juicio mío, se aparte de la
Constitución Española y mi conocimiento de la historia. Aunque la Carta Magna
le otorga estatus de inviolabilidad, el mismo texto constitucional no le hace inmune a las críticas de los ciudadanos. El monarca ha llegado al trono de
ninguna manera por el mejor de los caminos. Su abuelo Alfonso XIII abandonó
España, porque los españoles eligieron implantar la II República. El orden
constitucional fue quebrado por el golpe de estado y la dictadura del general
Franco. El padre del Rey Juan de Borbón simpatizó con el sangriento
pronunciamiento militar e intentó implicarse directamente en el enfrentamiento
fratricida. No obstante el dictador no se lo permitió; proyectando la
implantación de una nueva monarquía, no por la restauración legitima del hijo
del rey destronado, sino por la instauración a través del nieto e hijo de Juan
de Borbón, Juan Carlos de Borbón y Borbón.
Muerto el dictador, el propio franquismo ejecutó el
testamento que Franco había decretado. Juan Carlos fue nombrado por las Cortes
Españolas como Jefe del Estado a título de Rey. Habiendo jurado defender los
Principios del Movimiento Nacional, se avino a sancionar la Constitución en
1978. Pero sin condenar el franquismo y sin jurar el nuevo orden constitucional
que le entregó la Corona de España. Juan Carlos I reina sumergido en una
perversa ambigüedad. Insólita en la Europa del siglo XXI. El pacto no signado
de Transición dejó impune al franquismo con todos los delitos de lesa
humanidad. Transcurridos 35 años de vida democrática y constitucional, no hay
pretexto ni excusa posibles para que el Rey no se haya desligado del genuino
franquismo, versión española del fascismo europeo.
La figura del Rey ha sido tabú en muchas de sus
facetas y parece como si este prestigio que ahora se le reconoce, lo hubiera
ganado aquel día 23 de febrero que como salvador de España, nos libró de las
huestes involucionistas, jugando todo a una misma carta. Y después ¡A vivir de
las rentas!
Contemplando la figura del Rey como árbitro y como
máxima autoridad democrática y constitucional, echo de manos su entusiasmo por
lo público. La familia real, salvo escasas y honrosas ocasiones, no han pisado
los servicios de la sanidad pública y mucho menos la educación pública. La
opacidad de la Casa del Rey, raya lo antidemocrático. El respeto mal entendido
de los medios de comunicación, han ejercido más de aduladores cortesanos que de
ciudadanos libres y periodistas profesionales. El maridaje de hecho
Iglesia-Estado y la alianza trono-altar, han contaminado la institución
monárquica que debía de estar al margen de cualquier atisbo de confesionalidad.
Aquellos polvos
trajeron estos lodos. La España de hoy está homologada con la revolución
informática, libertad, comunicación e información. Los políticos y los medios
han perdido el norte y la Santa Transición pactada y consensuada está caducada.
Como atado y bien atado creyó que
dejaba el déspota la dictadura, que sólo los franquistas del partido que
gobierna se niegan a condenarla. Los políticos no están capacitados para
abrirse camino entre tanta opacidad, corrupción y evocación del pasado. La
institución monárquica está tocada y hace aguas por todas partes. Aquel 23 de
febrero no supuso un pasaporte de tolerancia eterno ante los desmanes de Su
Majestad; dejando a los historiadores llegar al fondo de esta cuestión y de
otras. La juventud no se merece tanta perversión política y los mayores tampoco,
porque España está donde está por sus cuarenta años de trabajo y cotización.
Apuntalar la institución monárquica y la figura del Rey mediante parches
ocasionales, agravan la situación y demorar una reforma de la Constitución como
si del credo de Nicea se tratara, es
perder el tren de la historia. A mí juicio no son pocas las asignaturas que
tiene pendientes el Rey de España.
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